
Un amigo y compañero de la Sociedad nos acercó este comentario que nos parece interesante compartirlo con todos:
Hoy conduciendo el auto conecto la radio y escucho una conversación de un periodista que no recuerdo su nombre, que suele hablar de futbol con encomiable solvencia intelectual, mas allá de describir jugadas o discutir resultados. Me disculpo por mi olvido de su identidad. El tipo estaba por comenzar a hablar de la relación de Paulo Freire con el futbol; era obvio que su capacidad intelectual, que ya yo conocía, estaba más allá de contar de que cuadro era Freire o cosas parecidas, así que escuche con atención. Relató un párrafo largo del libro de Freire, Pedagogía de la esperanza; me encanto la elección que hizo así que fui en búsqueda de ese texto, para conocerlo más ampliamente que el breve relato radiofónico. Y ahí dice Freire:
Recuerdo ahora una visita que hice, con un compañero chileno, a un asentamiento de la reforma agraria, a algunas horas de distancia de Santiago. Al atardecer funcionaban varios «círculos de cultura», y fuimos para acompañar el proceso de lectura de la palabra y de relectura del mundo. En el segundo o tercer círculo al que llegamos sentí un fuerte deseo de intentar un diálogo con el grupo de campesinos. En general evitaba hacerlo debido a la lengua: temía que mi «portuñol» perjudicara la buena marcha de los trabajos. Aquella tarde resolví dejar de lado esa preocupación y, pidiendo permiso al educador que coordinaba la discusión del grupo, pregunté a este si aceptaba conversar conmigo.
Después de su aceptación, comenzamos un diálogo vivo, con preguntas y respuestas mías y de ellos a las que sin embargo siguió, rápido, un silencio desconcertante.
Yo también permanecí silencioso. En ese silencio recordaba experiencias anteriores en el Nordeste brasileño y adivinaba lo que ocurriría. Esperaba y sabía que uno de ellos, de repente, rompiendo el silencio, hablaría en nombre propio y de sus compañeros. Sabía hasta de qué tenor sería su discurso. Por eso mi espera en silencio debe de haber sido menos penosa de lo que era para ellos oír el mismo silencio.
«Disculpe, señor —dijo uno de ellos—, que estuviéramos hablando. Usted es el que puede hablar porque es el que sabe. Nosotros no».
Cuántas veces había oído ese discurso en Pernambuco y no solo en las zonas rurales, sino también en Recife. A fuerza de oír discursos así aprendí que para el educador o la educadora progresistas no hay otro camino que el de asumir el «momento» del educando, partir de su «aquí» y de su «ahora», para superar en términos críticos, con él, su «ingenuidad». No está de más repetir que respetar su ingenuidad, sin sonrisas irónicas ni preguntas malévolas, no significa que el educador tenga que acomodarse a su nivel de lectura del mundo.
Lo que no tendría sentido es que yo «llenara» el silencio del grupo de campesinos con mi palabra, reforzando así la ideología que habían expresado. Lo que yo debía hacer era partir de la aceptación de algo dicho por el campesino en su discurso, para enfrentarlos a alguna dificultad y traerlos de nuevo al diálogo.
Por otra parte, después de haber oído lo dicho por el campesino, disculpándose porque habían hablado cuando el que podía hacerlo era yo, porque sabía, no tenía sentido que yo les diera una lección, con aires doctorales, sobre «la ideología del poder y el poder de la ideología».
En un puro paréntesis, en el momento en que revivo la Pedagogía del oprimido y hablo de casos como este que viví y cuya experiencia me fue dando fundamentos teóricos no solo para defender sino para vivir el respeto de los grupos populares por mi trabajo de educador, no puedo dejar de lamentar cierto tipo de crítica en que me señalan como elitista. O la opuesta que me describe como populista.
Los lejanos años de mis experiencias en el SSSR, de mi aprendizaje intenso con pescadores, campesinos y trabajadores urbanos, en los cerros y en las callejas de Recife, me habían vacunado contra la arrogancia elitista. Mi experiencia venía enseñándome que el educando precisa asumirse como tal, pero asumirse como educando significa reconocerse como sujeto que es capaz de conocer y que quiere conocer en relación con otro sujeto igualmente capaz de conocer, el educador, y entre los dos, posibilitando la tarea de ambos, el objeto del conocimiento. Enseñar y aprender son así momentos de un proceso mayor: el de conocer, que implica reconocer. En el fondo, lo que quiero decir es que el educando se toma realmente educando cuando y en la medida en que conoce o va conociendo los contenidos, los objetos cognoscibles, y no en la medida en que el educador va depositando en él la descripción de los objetos, o de los contenidos.
El educando se reconoce conociendo los objetos, descubriendo que es capaz de conocer, asistiendo a la inmersión de los significados en cuyo proceso se va tomando también significador crítico. Más que ser educando por una razón cualquiera, el educando necesita volverse educando asumiéndose como sujeto cognoscente, y no como incidencia del discurso del educador. Es aquí donde reside, en última instancia, la gran importancia política del acto de enseñar. Entre otros ángulos, este es uno que distingue al educador o la educadora progresistas de su colega reaccionario.
«Muy bien —dije en respuesta a la intervención del campesino—, acepto que yo sé y ustedes no saben. De cualquier manera, quisiera proponerles un juego que, para que funcione bien, exige de nosotros lealtad absoluta. Voy a dividir el pizarrón en dos partes, y en ellas iré registrando, de mi lado y del lado de ustedes, los goles que meteremos, yo contra ustedes y ustedes contra mí. El juego consiste en que cada uno le pregunte algo al otro. Si el interrogado no sabe responder, es gol del que preguntó. Voy a empezar por hacerles una pregunta».
En este punto, precisamente porque había asumido el «momento» del grupo, el clima era más vivo que al empezar, antes del silencio.
Primera pregunta:
—¿Qué significa la mayéutica socrática?
Carcajada general, y yo registré mi primer gol.
—Ahora les toca a ustedes hacerme una pregunta a mí —dije.
Hubo unos murmullos y uno de ellos lanzó la pregunta: —¿Qué es la curva de nivel?
No supe responder, y registré uno a uno.
—¿Cuál es la importancia de Hegel en el pensamiento de Marx?
Dos a uno.
—¿Para qué sirve el calado del suelo?
Dos a dos.
—¿Qué es un verbo intransitivo?
Tres a dos.
—¿Qué relación hay entre la curva de nivel y la erosión?
Tres a tres.
—¿Qué significa epistemología?
Cuatro a tres.
—¿Qué es abono verde?
Cuatro a cuatro.
Y así sucesivamente, hasta que llegamos a diez a diez.
Al despedirme de ellos hice una sugerencia: «Piensen en lo que ocurrió aquí esta tarde. Ustedes empezaron discutiendo muy bien conmigo. En cierto momento se quedaron en silencio y dijeron que solo yo podía hablar porque solo yo sabía, y ustedes no. Hicimos un juego sobre saberes y empatamos diez a diez. Yo sabía diez cosas que ustedes no sabían y ustedes sabían diez cosas que yo no sabía. Piensen en eso».
De regreso a casa recordaba la primera experiencia que había tenido mucho tiempo antes en la Zona de Selva de Pernambuco, igual a la que ahora acababa de vivir.
Después de algunos momentos de buen debate con un grupo de campesinos el silencio cayó sobre nosotros y nos envolvió a todos. El discurso de uno de ellos fue el mismo, la traducción exacta del discurso del campesino chileno que había oído en aquel atardecer.
—Muy bien —les dije—, yo sé, ustedes no saben. Pero ¿por qué yo sé y ustedes no saben?
Aceptando su discurso, preparé el terreno para mi intervención. La vivacidad brillaba en todos. De repente la curiosidad se encendió. La respuesta no se hizo esperar.
—Usted sabe porque es doctor. Nosotros no.
—Exacto. Yo soy doctor. Ustedes no. Pero ¿por qué yo soy doctor y ustedes no?
—Porque fue a la escuela, ha leído, estudiado, y nosotros no.
—¿Y por qué fui a la escuela?
—Porque su padre pudo mandarlo a la escuela, y el nuestro no.
—¿Y por qué los padres de ustedes no pudieron mandarlos a la escuela?
—Porque eran campesinos como nosotros.
—¿Y qué es ser campesino?
—Es no tener educación ni propiedades, trabajar de sol a sol sin tener derechos ni esperanza de un día mejor.
—¿Y por qué al campesino le falta todo eso?
—Porque así lo quiere Dios.
—¿Y quién es Dios?
—Es el Padre de todos nosotros.
—¿Y quién es padre aquí en esta reunión?
Casi todos, levantando la mano, dijeron que lo eran.
Mirando a todo el grupo en silencio, me fijé en uno de ellos y le pregunté:
—¿Cuántos hijos tienes?
—Tres.
—¿Serías capaz de sacrificar a dos de ellos, sometiéndolos a sufrimientos, para que el tercero estudiara y se diera buena vida en Recife? ¿Serías capaz de amar así?
—¡No!
—Y si tú, hombre de carne y hueso, no eres capaz de cometer tamaña injusticia, ¿cómo es posible entender que la haga Dios? ¿Será de veras Dios quien hace esas cosas?
Un silencio diferente, completamente diferente del anterior, un silencio en que empezaba a compartirse algo. Y a continuación:
—No. No es Dios quien hace todo eso. ¡Es el patrón!
Posiblemente aquellos campesinos estaban, por primera vez, intentando el esfuerzo de superar la relación que en la Pedagogía del oprimido llamé de «adherencia» del oprimido al opresor, para, «tomando distancia de él», ubicarlo «fuera» de sí, como diría Fanon.
A partir de ahí, habría sido posible también ir comprendiendo el papel del patrón, inserto en determinado sistema socioeconómico y político, ir comprendiendo las relaciones sociales de producción, los intereses de clase, etcétera.
La falta total de sentido sería que después del silencio que interrumpió bruscamente nuestro diálogo yo hubiera pronunciado un discurso tradicional, con frases hechas, vacío, intolerante.